collar

Enfilando un collar

Enfilando un collar

Y allí estaba yo con mi collar nuevo, en calles empedradas, milenarias, centenarias donde perderse de la cobertura tecnológica que no nos permite respirar. Mezclar el sonido de nuestros pasos con el de las campanas que suenan pese a la lluvia. Vientos racheados que juegan a quererse llevar nuestro paraguas mientras nuestras manos con guantes de piel, asienten que no van a jugar a ese juego. Gotas furtivas de lluvia besan la mejilla al doblar una esquina, perderse es lo que tiene, encontrarse amada por los elementos a cada paso.

Redescubrir ciudades de caballeros, antiguos señores y quizás se me antoje un famoso escritor que perdido en sus pensamientos nos franquea el paso en esta acera a salvo de los  charcos fríos. Y al reparar en nuestra presencia a través de los mojados cristales de sus gafas, encogido y casi empapado, nos regala un suave “disculpe señorita” adornado por el vaho que se eleva a los tejados. Invitarle a una taza  de café caliente y aceptarla porque hace tiempo que gastó su última moneda en cuadernos blancos de escritura que ahora envueltos en algo parecido a un trapo se guarecen bajo su brazo.

Y allí en el café frente al colegio mayor que una vez hizo una gran persona, me muestra sus húmedos cuadernos, donde sus relatos, poesías y teatro aún se adhieren con su tinta a una blanca hoja que jamás pensó llevar impreso, el alma de un poeta.

De la conversación poco y mucho puedo contar. Daba clases en la universidad, le encantaba escribir en un rincón del museo regional, junto a piezas milenarias, decía que le evocaban a otras épocas, donde la prisa la regia la naturaleza y las cuatro estaciones. Que vivía en una casa pequeña, junto a la muralla, que sus vicios eran perderse en librerías y el monte sin importar el orden. Que de mujeres ya no había, que el imperio de Primark las había enlutado la diferencia. Que siempre pensaba que estaban las mismas mujeres, en su clase, en el tren, en el tan poético coche de línea (ahora autobús) y que al verme perdida en su ciudad, dio un gran rodeo por la calle del teatro y se enfrentó a mí tras su parada obligada bajo un canalón de hierro. Adoraba la escena de cantando bajo la lluvia, y se sintió el último hombre de este mundo, bien valía una pulmonía si ahora degustaba un café junto a la última mujer de este mundo.

Adoro perderme, adoro ser yo misma, elegir mis complementos, llevar un buen collar y dejarse sorprender por un desconocido que hacía varias calles ya que me seguía. Yo también sé hacerme la despistada ante los hombres con sombrero…

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